Sacudí la cama, me tiré atravesado apenas quitándome las botas, el cansancio y el sueño atrasado me vencieron y en el sentimiento relajante de la querencia que da la casa de uno me dormí. Desperté en la madrugada, prendí el mechero de queroseno, fui a la cocina y en la chimenea del fogón metí la mano hacia arriba y busqué a tientas la pistola que había dejado envuelta en una bolsa de plástico junto a una caja de cartuchos.
Me acordé de mi tío Diego Morales, que en su agonía me mandó llamar y me dio el arma, yo era un huerco de trece años y aunque mi abuela se opuso en un principio, no tuvo mas remedio que aceptar aunque con admoniciones y advertencias. Me dijo –Te la doy cuando cumplas dieciocho. Y no supe más de ella hasta el día en la hora del almuerzo, del día de mi cumpleaños, en que metió la mano en el tiro del fogón y sacó el paquete envuelto en un paliacate aceitado negro de hollín. Seria me dijo – No la uses contra la buena gente, úsala para defenderte y defender tu honra. Acuérdate de tus tíos abuelos y me contó la historia, ya cien veces narrada de los cinco tíos, hermanos de mi abuelo que murieron en una emboscada en la rebelión enriquista. Fuera tan fácil, en este tiempo no hay hombres bragados como antes. Mi abuelo se salvó de pura suerte, amaneció con calenturas y no pudo ir a la junta con sus camaradas y en el camino, en un recodo, nomás se oyó el tronar de los cuetes y carabinas. Fueron siete muertos, cinco de mi familia. Pero que atravesados los canijos. Mi tío Diego había andado como siempre medio escondido, medio desconfiado. Nunca dormía en la misma casa, la pasaba en descampado, desguarnecía la mulita trotona y en donde le oscureciera ahí tendía la lona y ponía la silla de cabecera, siempre pal norte. Cuarterón, alto, flaco y correoso, decían que naiden como él pa domar potros, buscar minas y cazar venados. Parece que lo estoy viendo. Cuando yo tenía seis años me puse muy malo y quedé hecho un hueso, tan flaco que todos pensaron que me iba, me veían y movían la cabeza de lástima. Mi tío me vio y le dijo a mi abuela – Chelo, empréstame al nene, me lo voy a llevar a la sierra ora que voy a buscar vetas. Mi abuela me vio con tristeza, carraspeando y limpiándose las lágrimas con el delantal, aceptó. Quizá pensó que era mejor que me muriera lejos. Ojos que no ven corazón que no siente.
Apenas podía mantenerme en pié de la debilidad. La abuela hizo un bulto con mi ropa y se lo pasó a mi tío, que me agarró del brazo, me alzó y me echó en ancas. Era de madrugada y me acuerdo que desperté ya casi al mediodía en una joya, mi tío sacó el bastimento que llevaba. Unos tacos de harina con frijoles y chile del monte. Abrió un bote de café con leche todavía tibio y nos sentamos en una piedra a comer. --A que huerco mondao, yo te voy a curar, ora lo verás.
Fueron seis meses duros, de friega. En ese tiempo tío Diego tenía un caballo prieto, grandote y muy manso. Platicaba más con él que conmigo a veces, ahora caigo, para que yo entendiera y no tuviera oportunidad de regañarme. Era duro pero justo, nunca me maltrató. Por ese tiempo ya andaba llegando a los cincuenta, muchachón diría mi abuela y la gente para referirse a los cuarentones solteros. Pero ya había sido casado, enviudó y perdió a su único hijo en una epidemia de viruelas. Anduvo con los magonistas y era su costumbre que a donde iba a estar más de seis meses, desmontaba, desenraizaba, levantaba un campamento y en el centro encajaba la lata más derecha y más larga para izar la bandera rojinegra. Todavía la guardaba en las alforjas, doblada con la bandera tricolor. Tenía en el monte infinidad de escondrijos, en donde guardaba armas y municiones o comisaria. Después de comer nos adentramos en la sierra por un cañón que al principio solo era un arroyito entre dos lomas bajas, poco a poco la sombra de las paredes de roca pelona oscurecieron y refrescaron el camino. Al anochecer llegamos a una cueva que usaba para acampar cuando entraba a la sierra y guardar tantas cosas como le fueran necesarias. Manojos de hierbas, cueros de venado, cacerolas, una carabina 30-30, cartuchos, trampas, frazadas, de todo tenía allí. Pernoctamos en la cueva, tenía hasta fogón y después de revisar que no hubiera alimañas nos tendimos sobre lonas, colchas y arpilleras. Yo estaba como pasmado, a mi edad no tenía gran cosa en que pensar y si mucho que sentir. Extrañaba a mi abuela y aunque era un poco seca, me quería harto. Siempre me sentaba a su lado, escuchando sus historias y anécdotas, fuera cuando cosía, fuera cuando hacía tortillas de harina o la acompañaba a buscar blanquillos. Pero mi tío no me dio tiempo a extrañarla, me mantenía ocupado y aunque pareciera que platicaba consigo mismo o con el caballo, tenía historias interesantes, a las que ponía atención. La cueva olía bien, a hierbas, a tabaco y a machero. El caballo dormía adentro por los pumas o el tigre y se oían sus resoplidos y de vez en cuando sus pedos. Me costó trabajo dormirme, extrañaba la casa, pero mi tío hablaba, hablaba y hablaba y me arrulló su perorata.
Salimos pardeando, yo más alerta por la curiosidad y la novedad. Me dijo que me pusiera abusado con las ramas porque nos íbamos a meter al monte. Cuando sentía que mi tío se ladeaba yo también lo hacía, aunque no se veía nada.
Siempre he dividido mi corta vida en antes o después de tío Diego. Yo se que a los veinticuatro años es pretencioso, pero si lo vemos desde el punto de vista de alguien a quien daban por desahuciado y que como dijo mi abuela, viví de milagro, puede comprenderse. Tío Diego me volvió a la vida y me enseñó a vivirla como debía ser, hasta el tope. Pasamos ya con el sol asomando por una poza y un pequeño salto, la mañana estaba fría, aún en verano. Nos apeamos y lo primero que hizo fue aventarme al agua, la sorpresa y lo frío del agua terminaron por despertarme y cuando la desesperación por respirar hacía que saliera a la superficie, la misma desesperación me hundía de nuevo, hasta que me sacó de la camisa. Me puso al sol y me fue quitando la ropa, yo tiritaba y lo veía con cierto miedo y resentimiento pero no lloré, solo el moco que sorbía una y otra vez hacía parecer que lo estaba haciendo. Agarró unas hojas grandes y me sonó, han de haber sido de polocote porque raspaban.
Allí, mientras me secaba hizo una lumbre y desayunamos. Carne seca, te de laurel y gordas de manteca y miel. Comí como nunca y ya sin frío y reanimado emprendimos la marcha. Mi tío iba como chiflando muy bajo y de vez en cuando decía algo. Íbamos por la orilla del arroyo, pegados al reliz, del lado de la sombra. Las ancas del caballo se sienten, una si, una no, una si, una no y terminan por cansar, además que uno se va resbalando y tienes que jalarte de la yompa para volverte a subir, luego como el suadero no alcanza el caballo suda y te moja las asentaderas o la silla te lastima dentro de los muslos. Es difícil andar en ancas.
Con el sol sobre la cabeza llegamos a un ranchito perdido entre la sierra. Amigo de mi tío, el ranchero se llamaba Pedrito y se dedicaba a criar cabras, tallar lechuguilla y hacer mezcal. Los perros avisaron de nuestra llegada y cuando desmontamos frente a la cocinita de la que salía un hilo de humo, Pedrito ya nos esperaba con un pocillo con agua. ¿cómo le va compa? ¿Y ora de donde sacó hijo? --Se llama Felipe, es mi sobrino, lo ando amaestrando. En la casita de junto salió un niño como de mi edad, chamagoso y con los pelos duros de mugre y se quedó detrás del vano de la puerta, dejando ver media cara. La mujer de Pedrito que estaba echando tortillas, asomó por la entrada a la cocina limpiándose las manos con el delantal mugroso y con voz chillona dijo ---Pasénle, guisé armadillo, lo mató mi viejo anoche. Está bien tiernito. Dolorido de las nalgas por las ancas, caminar era un alivio y pareciera mentira pero tenía hambre. Mi tío se acercó al fogón y se sentó en una piedra que servía de silla, Pedrito retomó su plato y los tres comimos armadillo guisado con masita, frijoles de la olla y agua de chía. Este huerco está muy flaco Diego, ¿está malo o que? Si, yo creo más bien que está encanijado. Le dije a su abuela que lo traería para... y en murmullo se perdió lo que decía. Pedrito me vio con lástima y me tocó la cabeza. Dale mezcal, una copita en el almuerzo, en la comida y en la cena, se compone. --Con té de amargosa, terció la doña, como agua de uso y así empezaron a citar cuantas hierbas servían para mi caso. --Oye primo empréstame uno de tus burros, el chamaco ya se cansó de las ancas. Y así fue como tuve un burro en que cabalgar y que me permitió a ver todo, porque en ancas la espalda de mi tío no me dejaba ver nada. Allí va un venado y yo decía ¿dónde? y solo veía la espalda del tío. Así que a partir de ese momento pude gozar del paisaje a mis anchas. Yo no sabía chiflar pero mi tío que siempre estaba silbando por lo bajo me contagió la manía, así que tras ensayar mucho aprendí. Me imagino la pareja que hacíamos cabalgando, el tío en el cuaco prieto y grandote y yo escuincle en el burrito atrás, supongo que éramos como centauro padre y centauro hijo. El burro era sanchito, y aunque de paso apurado para seguir al caballo, tío Diego le había puesto un suadero doblado y cinchado que me hacía cómodo el viaje, para no sentir el espinazo. Yo creo que le simpaticé. Nunca reparó. A lo mejor quería vivir la aventura o huir del trato de su dueño. Como sea hasta ahora nunca he cabalgado mejor que en el prieto como le pusimos. Esos primeros días me los recuerdo muy bien, todo era nuevo para mi. Viajábamos despacio, sin prisas, como sin saber a donde. No hubo día de los seis meses que no haya disfrutado. El olor del monte, los diferentes animales, pájaros, lagartijas y víboras. Aprendí a robarles miel a las abejas que hacían sus colmenas en huecos de los árboles y relices. A hacer trampas para codornices y palomas, poner el café, amasar tortillas de harina, persogar los animales y hasta estrellas como las siete cabrillas, la osa mayor y la menor. Buscar comida del monte, granjenos, tunas, pitahayas, quelites, nopales, jacubes y hasta juntar mezquites para hacer tepache. Fue como una escuela, después de este viaje, aunque estaba huerco no me hubiera muerto de hambre en el monte. Se me quitó el miedo a la oscuridad. Mi tío me dio un tranchete de cachicuerno y me dijo –Mira ten, es un cuchillo al que tienen miedo las brujas, los fantasmas y hasta el diablo. Cuando oigas algo que no sepas nomás apriétalo y nada te pasará. Así que en la noche más oscura, con mi cuchillo y una vara para mover el camino delante por si había víboras, podía apartarme del campamento.
Cuando llegamos al encinar, ya muy adentro de la sierra, el aire era mas ralo, pero olía muy bonito. Ya no me sentía débil ni enfermo. Mi tío dijo que ya me estaban saliendo chapas aunque estaba muy flaco todavía. A veces lo encontraba, cuando volteaba a verlo, que se me quedaba viendo con unos ojos como los de mi abuela. ----Felipe, fíjate que suerte la nuestra, solos en el mundo tu y yo. Tu sin padres y yo sin familia. Por eso nos acompañamos ¿o no? Y luego luego decía ---¡Ah que huerco hediondo¡ ya duérmete.
En esos meses vimos muy poca gente, algunos que vivían enmontados, huidos o simplemente que les gustaba vivir en la sierra, que se mantenían como tramperos de tigrillos o pájaros y pericos. A la mayoría les daba gusto encontrar con quien platicar y saber de las noticias del plan. Tío Diego los conocía a todos y cambiaba cosas con ellos. Cartuchos, café, harina y a veces conseguía una pepita de oro y como no queriendo les sacaba por donde la habían encontrado y al siguiente día nos encaminábamos hacia allá. Esperaba que fuera el mediodía o poco antes y buscaba en las paredes del cañón. –Donde veas un relumbrón me dices.